como el apasionado dolor del amor no dicho;
y con su aliento, vuelve el recuerdo de mis canciones antiguas.''
Rabindranath Tagore.
Un cuento de flor y primavera
Los encuentros fueron al principio casuales, sin un motivo claro ni una periodicidad concreta. Decir que uno u otro los provocaron hubiese sido faltar a la verdad. También lo es llamar encuentro a un coincidir en una escalera, a doblar una esquina o a saludarse en la fila del bus. Pero ya se sabe, las ganas buscan siempre su camino y se alimentan de migajas de realidad como promesa de algo que quizá no llegará.
Según fue avanzando la estación se presentaron más oportunidades. Un comentario en el momento oportuno, una sonrisa que acaba en carcajada y algún entrechocar de dioptrías fueron aplanando un camino que de tan difícil ni existía en un principio. El azar también puso mucho de su parte, no le neguemos su mérito. Un traslado repentino les hizo acabar formando parte del mismo departamento: ventas.
Las cosas pintaban bien. Al menos eso opinaba el sector más liberal de nuestros protagonistas. Para el resto ni pintaban ni dejaban de pintar. El cuadro sencillamente no existía. La diferencia de edad, un abismo. La indisolubilidad de la pareja - ni siquiera durante unas horas, eh! -, una firme y arraigada convicción. La inoportuna justicia de la ley de la gravedad aplicada a las ubres - que a diferencia de otras leyes, más castiga a quien más tiene -, un motivo más para el desánimo. Y así podría seguir enumerando excusas y razones con diversos grados de acierto.
No contaba con el optimismo del ingenioso y - para qué negarlo - enamoriscado pretendiente. Para cada traba tenía él una solución. La edad nunca es un problema una vez aparecidas las primeras canas. La gravedad, como la mayoría de leyes, también admite trampas ya sean físicas o químicas o una combinación de las dos. Además, mejor tener que desear. El asunto de las creencias era ya más delicado, pero ya se le ocurriría algo. La suerte tiene a veces caprichos extraños y quiso venir en su ayuda.
En realidad suerte siempre hay, lo que pasa es que a veces no se trata de buena suerte. Todo depende de en qué parte se sitúe el observador. Pero no es este el tema a discutir ahora. Pues como decía, sucedió que la suerte -buena para unos y mala para otros- determinó que la otra parte de la indisoluble pareja fuese víctima de un infarto mientras se saltaba a la torera el tan desfasado voto de fidelidad. Puso fin la muerte a algo que las leyes de los hombres no podían remediar.
El resto, vino casi solo. Una tarde de viernes, después de una interminable reunión de trabajo, las tensiones acumuladas durante meses o quizá años provocaron el llanto desbocado. Y allí estaba él, que tan pacientemente había aguardado ese momento, preparado para consolarla. Una mano tendida, un amistoso y cálido abrazo y un hombro para recibir todas las lágrimas que le quisieran regalar. De ahí, una inocente invitación a la charla en lugar más apartado y discreto. Más tarde, las miradas blandas, el roce de suaves manos y los labios se acercaron hasta más allá de la amistad.
Pero no. No hubo más caricia, no hubo beso. Acabó el encuentro con un sencillo 'hasta mañana'. Regresó cada cual a su casa sin más explicación.
Ahora, aunque ajenamente me avergüence contarlo no me queda otra, pues para eso estoy aquí y hasta aquí os he hecho llegar. Lo que sucedió es sencillo de imaginar si tenemos en cuenta que la halitosis nunca fue buena amiga de la pasión.
Como me gustaría que fuera costumbre, tampoco este cuento tiene moraleja.
Hasta pronto. Cuida tu salud, y a poder ser tu higiene personal también.
Estaré por aquí.
Rabindranath Tagore.
Un cuento de flor y primavera
Los encuentros fueron al principio casuales, sin un motivo claro ni una periodicidad concreta. Decir que uno u otro los provocaron hubiese sido faltar a la verdad. También lo es llamar encuentro a un coincidir en una escalera, a doblar una esquina o a saludarse en la fila del bus. Pero ya se sabe, las ganas buscan siempre su camino y se alimentan de migajas de realidad como promesa de algo que quizá no llegará.
Según fue avanzando la estación se presentaron más oportunidades. Un comentario en el momento oportuno, una sonrisa que acaba en carcajada y algún entrechocar de dioptrías fueron aplanando un camino que de tan difícil ni existía en un principio. El azar también puso mucho de su parte, no le neguemos su mérito. Un traslado repentino les hizo acabar formando parte del mismo departamento: ventas.
Las cosas pintaban bien. Al menos eso opinaba el sector más liberal de nuestros protagonistas. Para el resto ni pintaban ni dejaban de pintar. El cuadro sencillamente no existía. La diferencia de edad, un abismo. La indisolubilidad de la pareja - ni siquiera durante unas horas, eh! -, una firme y arraigada convicción. La inoportuna justicia de la ley de la gravedad aplicada a las ubres - que a diferencia de otras leyes, más castiga a quien más tiene -, un motivo más para el desánimo. Y así podría seguir enumerando excusas y razones con diversos grados de acierto.
No contaba con el optimismo del ingenioso y - para qué negarlo - enamoriscado pretendiente. Para cada traba tenía él una solución. La edad nunca es un problema una vez aparecidas las primeras canas. La gravedad, como la mayoría de leyes, también admite trampas ya sean físicas o químicas o una combinación de las dos. Además, mejor tener que desear. El asunto de las creencias era ya más delicado, pero ya se le ocurriría algo. La suerte tiene a veces caprichos extraños y quiso venir en su ayuda.
En realidad suerte siempre hay, lo que pasa es que a veces no se trata de buena suerte. Todo depende de en qué parte se sitúe el observador. Pero no es este el tema a discutir ahora. Pues como decía, sucedió que la suerte -buena para unos y mala para otros- determinó que la otra parte de la indisoluble pareja fuese víctima de un infarto mientras se saltaba a la torera el tan desfasado voto de fidelidad. Puso fin la muerte a algo que las leyes de los hombres no podían remediar.
El resto, vino casi solo. Una tarde de viernes, después de una interminable reunión de trabajo, las tensiones acumuladas durante meses o quizá años provocaron el llanto desbocado. Y allí estaba él, que tan pacientemente había aguardado ese momento, preparado para consolarla. Una mano tendida, un amistoso y cálido abrazo y un hombro para recibir todas las lágrimas que le quisieran regalar. De ahí, una inocente invitación a la charla en lugar más apartado y discreto. Más tarde, las miradas blandas, el roce de suaves manos y los labios se acercaron hasta más allá de la amistad.
Pero no. No hubo más caricia, no hubo beso. Acabó el encuentro con un sencillo 'hasta mañana'. Regresó cada cual a su casa sin más explicación.
Ahora, aunque ajenamente me avergüence contarlo no me queda otra, pues para eso estoy aquí y hasta aquí os he hecho llegar. Lo que sucedió es sencillo de imaginar si tenemos en cuenta que la halitosis nunca fue buena amiga de la pasión.
Como me gustaría que fuera costumbre, tampoco este cuento tiene moraleja.
Hasta pronto. Cuida tu salud, y a poder ser tu higiene personal también.
Estaré por aquí.
Parece que ese final tenia un mal sabor de boca.
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